“Ni contigo ni sin ti”. Si has llegado hasta aquí, es por algún problema que te ha surgido en torno a tu hipoteca.

La hipoteca se ha convertido en esa pareja a la que, a toda costa, queremos tener con nosotros, pero que, una vez conquistada, nos hace la vida imposible. Deseamos con todas nuestras fuerzas que el banco nos bendiga con la aprobación de ese préstamo que nos permita comprar el inmueble que perseguimos. Pero, una vez firmada, la hipoteca se convierte en una pesada losa que, en muchas ocasiones, nos impide respirar durante décadas, visualizando a diario el momento en que podamos liberarnos de ella. Esta puerta, que nos abre a todos la posibilidad de ser propietarios de nuestra casa, puede esconder también una trampa de endeudamiento y morosidad de la que nos resulte complicado escapar.

Un caramelo que, en ocasiones, puede estar envenenado.

Para los griegos, el término “hypotheke” se refería a algo escondido, oculto. Término que, con los romanos, pasó a utilizarse tal y como lo conocemos ahora: una hipoteca permite que se garantice la devolución de cierta deuda, poniendo como garantía una propiedad. De este modo, el propietario hipotecante podía disfrutar del bien y generar con él un beneficio que amortizase el capital adeudado.

Para otorgar mayor seguridad a la hipoteca, se crearon los registros de la propiedad. Durante la Edad Media, la hipoteca continuaba su periplo, ayudando (por ejemplo) a aquellos que querían adquirir nuevas tierras a financiarse con las garantías de que disponían.

El hecho de que la garantía fuese un bien inmueble daba seguridad al acreedor, pues la propiedad que aseguraba la devolución del préstamo no podía trasladarse a otra parte o desaparecer de un día para otro.

En España, en los años 80, el proceso habitual de la constitución hipotecaria pasó a realizarse ante notario, mediante escritura pública e inscripción posterior en el registro de la propiedad.

Estos resgistros fueron muy útiles para el Estado, de cara a controlar a los propietarios, sus bienes inmuebles y las deudas que recaían sobre ellos. Y para cobrar impuestos.

A principios del siglo XX, en Estados Unidos se popularizaron las hipotecas que cubrían el 50% de la tasación, a un plazo máximo de 10 años, y en los que el capital se abonaba al término del préstamo, en una sola cuota.

Tras la gran depresión y, visto el dramático resultado de dichos créditos, se alargó la vida de la hipoteca, primero a 20 años y luego a 30. Se implantaron también los intereses a tipo fijo y se inició la amortización del capital, cuota a cuota.

A partir de ahí, este tipo de transacción creció exponencialmente, pasando a financiarse incluso el 100% o más de la compra de una vivienda. En el caso de España, la entrada en la zona euro y la bajada de los tipos de interés, más la digitalización del mercado, terminaron con el colapso del mercado inmobiliario, en el que otros factores externos a también intervinieron.

Aunque las subastas inmobiliarias ya existían, la explosión en España de la burbuja acentuó el interés por las ejecuciones hipotecarias, las enajenaciones judiciales, el mercado de la deuda con morosidad y la entrada de los fondos de inversión en dicho circuito.

Para garantizar la cancelación total de la deuda hipotecaria, siempre recomiendo explorar el acuerdo con el acreedor. Esto evita la subasta del inmueble y los riesgos de mejora de embargo contra un deudor o avalista.

Si estás decidido a buscar una solución para tu hipoteca, Juan Carlos está a tu disposición.